En el mundo de los muertos, el aire estaba impregnado de un suave aroma a flores y un eco de risas lejanas. Allí se encontraban las mujeres que habían partido al dar a luz, junto con los niños que nunca tuvieron la oportunidad de nacer. Entre ellos, María vagaba, su corazón aún pesado por la ausencia de su pequeño. Había pasado un año deambulando por un paisaje de recuerdos, buscando la paz que parecía esquiva.
Su hijo, Miguelito, siempre a su lado, jugaba con las mariposas que revoloteaban alrededor. “Mamá, ¿por qué no podemos ir a ver a papá?”, preguntó con la inocencia de quien no comprendía la tristeza que envolvía su existencia.
María lo miró, sintiendo el peso de la respuesta. “Hoy es el Día de los Muertos, mi amor. Cruzaremos el umbral y lo veremos. Pero... hay algo que debes saber”.
Mientras el sol comenzaba a descender, iluminando el sendero hacia el mundo de los vivos, el corazón de María se llenó de esperanza y temor. Ella sabía que, aunque esta era una oportunidad para reunirse con su amado, el destino le tenía reservado un oscuro giro. En una semana, él enfrentaría un accidente fatal, y el dolor del reencuentro podría ser aún más profundo.
Las sombras comenzaron a alargarse mientras cruzaban el umbral, uniendo el mundo de los muertos y el de los vivos. “¿Mamá, lo vamos a encontrar?”, insistió Miguelito, mientras una inquietud crecía en el pecho de María.
María respiró hondo, sintiendo la mezcla de nostalgia y anhelo mientras ajustaba su abrazo alrededor de Miguelito. “Sí, cariño. Reconocerás a tu padre. Su risa es igual de cálida que siempre, y sus ojos… esos ojos que tanto te parecen”, dijo, tratando de infundirle confianza.
“Pero hay algo que no debes decirle”, continuó, su voz temblorosa. “No le hables sobre su destino. Pronto deberá enfrentar un momento difícil, y debemos esperar un año para estar juntos de nuevo. Primero, debe limpiar sus culpas en el eterno río negro”.
Miguelito asintió, aunque la confusión brillaba en su mirada. “¿Por qué tiene que pasar por eso, mamá?”
María acarició su cabeza. “A veces, los vivos llevan cargas que no comprenden. Es parte de la vida y la muerte. Pero, aunque sea doloroso, esto lo hará más fuerte para el momento en que finalmente estemos juntos”.
El umbral se desvanecía a su alrededor, y el mundo de los vivos se desplegaba ante ellos. La casa familiar estaba iluminada con velas y risas, un lugar que había sido refugio y ahora era un campo de recuerdos.
Cuando vieron a su padre sentado en la mesa, la risa entre sus amigos resonaba en el aire, una melodía que llenaba de luz el corazón de María. Miguelito corrió hacia él, y la madre contuvo el aliento, sintiendo cómo el tiempo se deslizaba entre sus dedos.
“Papá”, dijo el niño, su voz como un susurro en el viento.
Miguel, sentado en la mesa rodeado de amigos, sintió de repente un aroma familiar que le envolvió como un abrazo. Su corazón se aceleró al reconocer la fragancia de flores y dulces recuerdos. Era ella. Sabía en lo más profundo de su ser que María estaba cerca, aunque no pudiera verla.
Cerró los ojos por un instante, dejando que la sensación lo inundara. Era como si el aire estuviera cargado de amor y nostalgia. Entonces, sintió el calor de una pequeña mano en su mejilla, una caricia suave y familiar. Sin dudarlo, supo que era Miguelito, su hijo.
“¿Papá?”, preguntó el niño, su voz un eco de esperanza en el aire. Miguel se volvió lentamente, pero no había nadie a su alrededor, solo risas y charlas que seguían fluyendo. Sin embargo, el vínculo que sentía era inquebrantable.
“Estoy aquí, hijo”, murmuró, aunque su voz se perdía en la algarabía. La ausencia de su esposa y el vacío de no poder abrazar a su hijo lo llenaron de tristeza, pero también de una extraña alegría. Era un día en que las fronteras entre los mundos se desdibujaban, y en su corazón sabía que, aunque estaban separados por el velo de la vida y la muerte, María y Miguelito siempre estarían con él.
Afuera, las luces de las velas brillaban intensamente, y en el fondo de su alma, Miguel sintió que el tiempo se detenía. En su mente, las palabras de María resonaban: “Primero debe limpiar sus culpas en el eterno río negro”.
Y así, mientras la noche avanzaba, se permitió soñar con el día en que se reunirían por completo.
Los días siguientes, María y Miguelito pasearon entre los vivos, sintiendo cómo la alegría vibraba en el ambiente. Las calles estaban adornadas con flores y luces, y el aire estaba impregnado de risas y canciones. Era un tiempo de jubilo, un festín de recuerdos y celebraciones.
Miguelito, con su risa contagiosa, exploraba cada rincón. Cada dulce que probaba, cada juego que disfrutaba, era como si estuviera redescubriendo la vida a través de los ojos de su madre. María lo observaba con una sonrisa, su corazón lleno de felicidad al ver a su hijo tan despreocupado, tan alegre.
La pena de su partida temprana había quedado atrás, como un susurro distante. Durante esos tres días de celebración, Miguelito parecía olvidar que su madre había estado ausente, y María se dejó llevar por la magia del momento, disfrutando de cada instante junto a él.
Los vivos, en su inocencia, estaban tan absortos en la celebración que no podían sentir la presencia de los dos espíritus. La música resonaba en el aire, y las luces danzaban con el viento, creando un ambiente de ensueño.
María sentía que, a pesar de la tristeza que había marcado su partida, esos momentos junto a su hijo eran un regalo. "Si solo pudiéramos quedarnos así para siempre", pensó, mientras Miguelito corría entre las risas y los colores. Pero en su corazón, sabía que su tiempo era limitado.
Al llegar la noche del tercer día, María sintió un tirón en su ser. El momento de despedirse estaba cerca. Sin embargo, no quería que Miguelito lo supiera. “Disfrutemos un poco más”, dijo, tomando su mano y llevándolo a un lugar donde las luces brillaban con mayor intensidad.
Miguel sabía que el momento de la despedida se acercaba. La última vela frente a la imagen de María ardía con una luz tenue, proyectando sombras que danzaban en las paredes. Había disfrutado de cada instante con su hijo, pero la realidad se cernía sobre él, como un velo de tristeza.
En su corazón, Miguel comprendía que debía regresar a su rutina, enfrentar los días sin la presencia de su amada y de su pequeño. Sin embargo, a pesar de la melancolía que lo envolvía, una chispa de esperanza brillaba en su interior. Sabía que, aunque estaban separados por un tiempo, volvería a ver a su bella esposa y a su querido hijo.
La celebración había sido un bálsamo para su alma, un recordatorio de los lazos que nunca se romperían. Se acercó a la vela, sintiendo su calor en la palma de la mano, y cerró los ojos. “Los llevaré siempre conmigo”, murmuró, sintiendo que el amor que compartían trascendía cualquier separación.
Mientras tanto, María y Miguelito observaban desde el mundo de los muertos. María sintió un nudo en la garganta al ver a su esposo tan afectado. “Pronto, cariño, pronto estaremos juntos”, pensó, deseando que pudiera sentir la certeza de que su amor era eterno.
En ese instante, Miguel sintió una brisa suave, como si su esposa lo abrazara desde lejos. Abrió los ojos y miró hacia el altar. La imagen de María brillaba con una luz especial, y en su corazón sabía que, aunque debían separarse, su amor permanecería intacto hasta el día en que se reencontraran...
...continuará
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